miércoles, marzo 11, 2020

EL ARCOIRIS DE TAMUL



Alonso Santiago, indígena de nacimiento, habitaba cerca del Tamúl, en una rústica choza perdida en la espesa y nutrida vegetación que cubre la zona.

De vez en vez, salía por víveres que gustaba comprar a granel, en cantidades grandes para según él, “no echar artas gueltas”.
En una ocasión cargaba presuroso una lata de manteca y, a pesar de ser un día nublado sentía que la espalda le ardía, que cada vez que daba un paso aquél recipiente le quemaba su tostada piel; había comprado también, una cobija que en esos momentos le estorbaba, así que al pasar por la casa de don Ramón, único vecino en aquél remoto lugar, le pide de favor que le cuide su tela y que a la mañana siguiente pasaría por ella; y le comenta que se trata de un regalo pa´su mujer.

Don Ramón toma aquella manta que pesada de sudor decide extenderla en la cerca de madera que a la vez sirve de corral para su yegua palomina.
Al quedar extendida y expuesta al viento y a los empobrecidos rayos del Sol de ese momento, seguramente habría de secarse, pensó. Así que, olvidando la trivial situación se afana en los quehaceres para concluirlos lo más pronto posible y poder por la tarde, visitar a su familia que vive en El Saucillo; a unos cuantos kilómetros del Tamúl.

La rutina laboral consistía en revisar que sus vacas estuvieran bien y completas -en una ocasión encontró que su vaca pinta que amamantaba no tenía leche-, recorrer el lienzo que rodeaba su propiedad para percatarse de que no hubieran desperfectos con el alambre de púas, arrear su ganado hasta el río y obligarlo a que se introduzca en el agua pues piensa que entre más limpias se encuentren sus vacas mejor leche tienen que dar, echar algunos puños de sal de grano en los comederos especiales, elaborados de encino prieto, como si fuesen golosinas para sus animales y, medio alimentar a sus fieles pastores y guardianes que durante su ausencia, suelen transformarse en disciplinada fortaleza que con feroz actitud desalientan cualesquier intromisión en su propiedad.

Las conversaciones son frecuentes con sus perros, pero con su yegua palomina, a la cual nombra “Paloma” es más; en especial cuando lento la acicala. El día de hoy, le comenta lo extraño que es ese indio de Alonso Santiago, siempre raro, de pocas palabras, escurridizo, solo se deja ver cuando necesita algo, cuando trae sus acamayas o boquines que extrae con las manos del Río Santa María para darlos a cambio de algo, después, pasa mucho tiempo para poderlo ver nuevamente.

Recordaba que, en cierta ocasión, aquél llegó corriendo, echando gritos y brincos de felicidad, “¡ha nacido!, ¡ya nació!”, refiriéndose obviamente al nacimiento de su primogénito, al que por cierto lo nombrarían “Trigo”; en honor según él a no se qué padrecito que su tata grande había querido mucho y que conociera en la vieja hacienda de Tampot.

Tiempo después, se supo que aquel niño murió y que Alonso Santiago lo había sepultado en un sitio en el que solo él sabía.
De esas cosas no hablaba y cuando se le cuestionaba el indio solo bajaba la cabeza y guardaba profundo silencio.

En él, todo era misterio; incluso su mujer era completamente desconocida, nadie le había visto nunca.

Más de una vez, don Ramón lo encontró arrojando flores al agua que presurosa y bruscamente caía formando la cascada descomunal de más de cien metros, flores y ramas silvestres como ofrendas y una vela que encendía en la orilla del río en donde emitía susurros y extraños sonidos guturales; quizás rezos en su materna lengua.

La versión de Alonso Santiago era que, tenía que rendir culto al dios de la cascada para que estuviera contento y no fuera a secar la caída; porque a veces se enoja y detiene el agua del río para que no llegue hasta acá y entonces todo se pone triste y las ramas de los montes pierden el verdor, los pájaros no cantan, los peces se esconden en lo mero profundo y el Sol avanza lento por el cielo, y no hay comida.

Alonso Santiago dice que, “pus poreso le pongo su velita y le doy reartas flores, pa´que no se noje, y ansina como mis tatas, también yo loago, pero pus mis tatas le ponían jarros, muchos jarros, jarros chicos, jarros grandes y aluego en la noche llegaba el dios y pos los rompía todos, con rayos, para que se juera toda el agua”.

No era extraño llegar a observar al indio sentado justo en la ribera del río Santa María, con la mirada clavada en la descomunal caída, deleitándose quizás, con el multicolor arcoíris que suele formarse entre la cascada y el talud de enfrente; fenómeno que simulaba un portal arqueado por sobre el afluente de abajo y que, quizás, era la entrada al mundo en el que, sumido en sus pensamientos, recorría.
Fuera de lo natural, como obsesión, así era la actitud con la cascada del Tamúl, podía pasar muchas horas sumido en el abismo de su pensamiento, mirando siempre la caída, atento a ella; como si esperase que algo de un momento a otro brotara.

En fin, decía don Martín, esas son indiadas, y Alonso Santiago lo hace muy bien.

Llegó la decadencia de la tarde, como siempre, puntual, sí, es que el crepúsculo, aunque es tardío aparece todos los días a un mismo tiempo; siempre puntual, nunca tarde. Don Martín concluía sus faenas y presuroso colocaba un caldo de retazos a sus fieles guardianes que en actitud sumisa aguardaban al llamado verbal de su amo para la deliciosa cita gastronómica.

Colocó montura y con una pasmosa tranquilidad abordó al animal y ya montado, sin mencionar palabra alguna, aquella yegua inicia un lento recorrido rumbo a El Saucillo, distancia de algunos kilómetros cruzando potreros y terrenos en donde la naturaleza se desborda a su máxima capacidad cubriéndolo todo.

Entre potrero y potrero descendía de la bestia para abrir y cerrar los falsetes, así avanzaba por la primera pendiente entre un amplio camino ensombrecido por el exuberante follaje de los centenarios árboles que durante el día no permitían el paso de los rayos del Sol y en las noches de Luna; menos. Bueno, todas las noches son de Luna, pero igual, nada de rayos de luz que alumbraran el espacio bajo aquél sencillo bosque en donde caobas, cedros, chacas y orejones se postraban indiferentes ante la minúscula presencia de don Ramón en compañía de su “Paloma”.

Al cruzar esos trescientos metros cuesta arriba, no podía ver más allá de sus narices, así que cerraba sus ojos y se ponía a silbar alguna tonadita melodiosa, con ello pretendía espantar los malos pensamientos que solían acosarlo, imaginaba escuchar voces que lo llamaban, le pedían ayuda, auxilio, otras veces parecían risas infantiles o mormullos lejanos, también, sentía un incómodo peso sobre sus hombros y la sensación de ser observado; pero lograba contenerse y no volteaba hacia atrás, por eso, don Ramón cerraba sus ojos y silbaba.

Decía que el miedo aunque solo es un pensamiento es canijo, se te acelera el corazón y si te gana te mueres de un susto o te vuelves loco, o mínimo, te surras en los calzones, por eso él, había creado su estrategia de cerrar muy fuerte los ojos y silbar sin parar, hasta sentir un ligero airecito en la cara, y escuchar a la yegua resollar plácidamente.

El aire en el rostro indicaba haber dejado atrás la pendiente de la loma y encontrarse en la cima de esta, momento en el que la yegua inhalaba por sus orificios nasales, suavemente de ese aire fresco y puro; señal inequívoca de haber dejado atrás aquel tramo de trescientos metros que por la noche parecían ser de seiscientos.

¿Que a qué le tenía miedo don Ramón?
Pues al miedo…

Así, como más ligero, proseguía su camino. Incluso la “Paloma”, espontánea, marcaba un trote rítmico por breves momentos.

Ahora no había grandes árboles, solo algunos arbustos, tabaquillo, jóvenes encinos, aquiches, manchones de nopal, guapilla y chamal, además volantines y uno que otro árbol ya seco, cadáveres ennegrecidos por incendios accidentales, en especial, de aquél que en la Primavera de 1983 arrasara con las pocas casas que conformaban la ranchería de El Saucillo, construidas con hojas de palmas y varas del monte circundante; incendio proveniente del descontrol en la quema de la caña de azúcar, cierto que, no faltó quien culpara al dios del viento, así que en aquél paisaje abundaban macizos aún en pie en donde aves nocturnas pululaban.

Al pasar cerca de Tampala, el sonido de las cristalinas caídas de agua del Tanchamay solían proporcionarle una grata tranquilidad y en ocasiones, lo transportaban, en su imaginación, a paradisíacos jardines encantados en donde metía sus desnudos pies al agua, para después, entre un bosquecito de “colas de zorra”, tenderse pleno sobre una hamaca.

De pronto, un trueno torna a don Ramón a la realidad, lo que instantes antes era un hermoso cielo estrellado se había transformado en negrusco espectáculo que hasta el más incrédulo podría pronosticar una tempestad y, sin temor a equivocarse jurar y perjurar lluvia.
Enormes y espaciadas gotas de agua en el rostro le confirman lo inevitable.

Después una sutil llovizna que cede por un instante, para que fuertes e intempestivos vientos sacudan las frondosas copas de los árboles, por igual las extremidades; cierto que si no se doblan se quiebran, son tan intensos que el sombrero de don Ramón sale literalmente volando, a escasos metros de él queda, atorado entre diminutas acacias que le abrazan con descaro y logran retenerle, rápido desciende de su yegua para recogerle y en el instante de tocarlo con sus dedos en la atmósfera se proyecta primero la luminosidad impresionante de un rayo, seguido del sonido del trueno que hasta la superficie de la tierra cercana pareció temblar y la acacia; quizás asustada, liberó el sombrero, pero por igual, el animal palomino se espanta y corre sin detenerse, pero con rumbo al Rancho y no al Pueblo. Es decir, de regreso al lugar en donde don Ramón resguarda su ganado.

Por más que le gritó, le chifló y hasta rayadas de madre le prodigo, su cabalgadura no se detuvo, lo dejó abandonado. Claro, si no se paró con los acostumbrados gritos y chiflidos, menos rayándosela a su mamá yegua.

Entonces, ahí solo, casi a mitad del trayecto, bajo la inevitable caída de la tormenta, tenía que tomar una decisión, o regresar al refugio de su rancho o continuar con dirección al pueblo.

Pudo más la preocupación por su yegua, aunque igual pensó que ésta no podría ir lejos ya que se anteponía en su marcha un próximo falsete que no podría pasar, ni saltar. Así emprende el regreso ya acompañado de la nutrida lluvia, con pasos cada vez más penosos debido a que el lodo se le introducía en los huaraches, lo que le hacía resbalar inesperadamente. Le alumbraban el camino aquél, los relámpagos de la tormenta, pensó en buscar refugio, pero la idea de que la tormenta durara horas e incluso días le hacía desistir.

Pronto arribó al falsete en donde para su sorpresa se encontraba abierto, sin saber que pensar, solo se juraba así mismo que minutos antes él lo había cerrado. Prosigue su andar para descender la loma en donde reinaba la obscuridad, armándose de valor se adentra con la esperanza de encontrar a su bestia, los truenos le ayudan a espantar sus viejos temores, ahora abre bien los ojos y descubre con ligera sonrisa en su rostro que, las piedras del camino son blancas y reflejan la poca luz que se filtra de entre el follaje de la alta floresta, luminosidad proporcionada por los constantes relámpagos. Eso le ayuda a apresurar la marcha.

Al concluir ese tramo boscoso, nuevamente encuentra abierto el segundo falsete, pero descubre un trozo pequeño de tela atorada entre los diminutos picos del alambre de púas, al tomarlo entre sus manos y acercárselo para mirarlo con detenimiento, bastó un relámpago para que le permitiera ver con claridad y asombrado recordar que ese trozo se parece a la de la cobija de Alonso Santiago; entonces como un rayo, llega a su mente que no había resguardado aquél encargo, y que indudable estaría totalmente mojada pues la había dejado colgada sobre el lienzo del corral, a la intemperie.

Apresura más su andar, ahora en su pensamiento tres cosas le dan vueltas a su cabeza, su yegua, los falsetes abiertos y, la cobija.

Su preocupación es demasiada tanto que ignora que se encuentra bajo una especial y espectacular tormenta, el agua copiosa de lluvia que lo empapa hasta los huesos y que además está muy fría ha pasado a un secundario término. Así, acompañado por igual de la obscura noche, cruza dos falsetes más, por igual abiertos.

Curiosamente al llegar al falsete de su propiedad éste se encuentra atrancado, lo abre y lo vuelve a cerrar. Lleno de preguntas sin respuestas se aproxima a la choza habitación de su propiedad, observa gracias a la esporádica luminosidad de la tormenta que dentro del lienzo se encuentra su ganado, ahí amontonado, erguidos en sus cuatro extremidades, sus perros no ladraron pues olfatearon y reconocieron desde lejos el olor de su dueño, solo menearon su cola al tenerle cerca. Buscó con su vista a la yegua palomina, pero no la vio.

Rápido enciende el fogón, se quita la mojada ropa y se aproxima a la fogata para robarle algo de calor. Se viste con ropa seca y en un vulgar bote de aluminio pone agua a hervir para disfrutar de un café, para darse algo calientito que disminuya el frío interior.

Allí, sentado, les platica a sus perros el motivo por el cual había regresado, les narra desde que caían las primeras gotas de lluvia, cuando el trueno aquél espanta a su yegua, de los falsetes abiertos y del trozo de tela. Ellos como que parecen entender, le miran directo a los ojos, con lastimero y corto chillido intentan comunicarle algo, uno de ellos da medio giro y se detiene justo en la entrada de la choza, lento pero enérgico, raspa con sus uñas el suelo, en el mismo sitio se tiende y su mirada se pierde entre la arboleda que a menos de 60 metros los separan con el río.

Sobre su yegua, se dice que ya regresará, sobre la cobija de Alonso Santiago, ¡la cobija! Sale rápido con la finalidad de recogerla de dónde estaba, pero inexplicablemente había desaparecido, primero extrañado, pensó que tal vez los perros la habían jalado con los dientes del hocico para tomarla y echarse en ella, pero nada de eso; quizás Alonso Santiago la tomó justo después de partir con la yegua a El Saucillo, y aquél también tomó el mismo camino, pero que posiblemente la tormenta, al igual que a su yegua lo espantó, decidiendo regresar, apresurado dejó los falsetes abiertos, iba tan de prisa que la cobija se le atorò en el alambre de púas y al jalarla un trozo se desprendió. Si, así debió haber sido, repetía don Ramón sonriendo.

Resueltas las interrogantes decide recostarse en el catre, próximo al fogón, cierra ligeramente sus párpados y en su imaginación aparece la imagen de Alonso Santiago, cuando joven llegaba cargado de enormes boquines y los intercambiaba por maíz, frijol, sal o piloncillo. Se decía que en forma increíble solía atraparlos con las manos; bueno, eso se decía, aunque en realidad él no decía nada, era amante del silencio, el lenguaje lo usaba solo en lo elemental.

Un fuerte trueno desvaneció la imagen del indígena, tan estruendoso que don Ramón se incorpora de un salto del confortable catre, ahora frente a la puerta de su choza, mira con dirección al río, los rayos le permiten ver de vez en vez que, el fuerte viento cómplice de la lluvia mueve con insistencia el follaje de los árboles, el sonido producido por la copiosa lluvia al contacto con el techo confeccionado con palmas de su choza le indica la furia de aquella. Desde esa posición mira por igual a su ganado que inmóvil se mantiene ante aquellos grotescos truenos que logran inquietar los pensamientos de don Ramón quien, respirando profundo, no entiende como sus vacas no tienen miedo, ¿será que no lo conocen?
Arrullado por la lluvia duerme plácido, pero por la mañana muy temprano se levanta; bueno, primero despierta. Acostumbrado a iniciar sus faenas antes de que aparezcan los primeros rayos del Sol. Su primer pensamiento lo ocupa su yegua, la busca en los alrededores sin éxito, a pesar de la aún reinante obscuridad y un ambiente de neblina indescriptible que le dificultan su cometido, prosigue.

Con ayuda de una sencilla lámpara de mano, roja como sus ideas políticas, descubre huellas frescas, recientes, cerca de la ribera del río, determina seguirlas con la esperanza de encontrarla. Cuando había avanzado algunos doscientos metros escucha un resuello, seguido de sutiles pisadas, indudable piensa, se trata de su animal.

Emite un silbido para llamarla, aquella le responde con un relincho, emocionado le imprime a su andar una inusual rapidez, pero por mucho que avanza no puede localizarla, pareciese que el animal se aleja cada vez más.

Así, transcurren los minutos, y él tras su yegua, la claridad, aunque diminuta se hace presente por un instante, pero la cerrada neblina retorna y no le permite ver muy lejos. Ahora escucha el sonido que produce la cascada de Tamúl, sin percatarse a llegado hasta ahí; entonces descubre a su yegua, casi al borde del descomunal abismo, siente un frío que le estremece todo su cuerpo, se siente sudar y la vellosidad de sus extremidades se eriza, una lenta gota de sudor recorre su espinazo, quiere gritar, murmurar si acaso, pero se ha quedado mudo.

Sobre su potra puede observar una figura humana, cubierta con la cobija de Alonso Santiago, no logra distinguir de quién se trata, pero da la impresión de que ambos, jinete y bestia esperan el momento preciso para saltar al vacío.

Queriendo mirar más de cerca, se aproxima, pero tropieza con varios jarros, cántaros y recipientes de barro cocido, ramas y flores silvestres conforman aquello, indudable, se trata de un altar, de esos que Alonso Santiago acostumbra a colocar a su dios de la cascada. El ruido provocado por la ruptura de las piezas de barro no cambió la posición de la yegua y su jinete.

Incrédulo ante la escena, se dice que pudiera tratarse de un sueño, que aquello que sus ojos ven no es verdad; pero es tan real que pareciese estarlo viviendo.

El miedo, ese pensamiento malvado, pretende apoderarse de don Martín, sus ideas vacilan, pero determina que lo mejor es esperar, esperar y ver lo que suceda, si se trata de formas y espíritus fantasmales con la próxima llegada de los rayos solares se habrán de desvanecer; de esto más que seguro se sentía, ahora que, si no lo son, debería guardar silencio para no espantar a la yegua ya que podría caer al precipicio.

Al igual del estruendoso sonido que producía la descomunal cascada, don Martín sentía que su respiración originaba algo similar, sus desorbitados ojos no perdían detalle ante aquella visión, ahí, postrado en el suelo rocoso, espera sin saber qué, solo esperaba.

Los segundos transcurrían, aunque pareciese que el tiempo se había detenido. De la yegua emanaba el vaporcito de sus fosas nasales, aún en la penumbra se le notaba agitada, su pelambre sudoroso; quizás mojada por la lluvia recién desaparecida, sus orejas rectas se perfilaban hacia el frente, como si esperara un sonido, o la orden precisa para saltar, sus grandes negros ojos fijos en la nada, de su hermosa crin, pegado a lo largo de su cuello, brotaban sutiles líneas hídricas.

Y qué decir del jinete, tapado por completo con aquella cobija que ahora sí seguro estaba, se trataba de la manta de Alonso Santiago. Aunque la figura se encontraba cubierta, se delineaba una delgadez femenina, cierto, terrorífica, inhumana, espeluznante.

En el Este se aprecia la claridad del nuevo día, pronto los primeros rayos de Sol invadirán la zona; todo es tan rápido. La yegua palomina, con sus doscientos cinco huesos internos se avienta al abismo justo cuando esos iniciales rayos permiten se forme un arcoíris por sobre las aguas del río. El fenómeno multicolor se magnifica de tal forma que pareciese recibir a la bestia y a su jinete, sí, se ha abierto una puerta, una dimensión que ha sido penetrada, la luz que se desprende es maravillosa, bella, las aguas pareciesen haberse detenido, de ella saltan enormes peces, muchos de ellos se impactan sobre las rocas al exterior de la corriente, y algunos quedan insertados, como petrificados, dejando en el talud rocoso un macabro relieve con sus cuerpos, otros tantos al caer en la ribera con movimientos agitados, desesperados y agónicos, pretenden regresar al agua; también, del interior de la formación, surgen lamentos, lastimeros quejidos, quizás humanos, después claras risitas tiernas, no parecen asustadas, son risas de felicidad, de regocijo, de infantes que corren, brincan y juegan.

Don Martín desciende la abrupta inclinación del relieve para poder apreciar aquello con más detenimiento, quizás arrastrado por la curiosidad o atraído por el magnetismo luminoso que lo ha hipnotizado, pues ahora, como idiota, de pie en la rivera del Río Santa María, con los ojos desorbitados, observa; al menos eso pareciese, al interior de aquel abismo horizontal.

No ve sombras sino luces, formas de luz, como luciérnagas, pero mucho más grandes y con cuerpos de personas, también lo que pareciese a enormes peces.

La luminosidad se incrementa y don Ramón deja de percibir las imágenes, se torna tan intensa que ilumina todo el segmento del cañón por instantes, se presenta entonces, una explosión de luz, sin sonido, detonación matizada que deja en sus ojos, un blanco permanente.

Así, ciego, es encontrado tres días después por uno de sus hijos, mismos que habían salido a buscarlo cuando no llegara a su domicilio en El Saucillo

El viejo trató mil veces de compartir lo sucedido, pero sus ideas perdieron coherencia, su habla tropezaba con un impresionante ritmo que lo impacientaba y le hacían concluir sus intentos de comunicación con ambas palmas de sus manos sobre su cabeza.

Un día, en un lapso de lucidez, preguntó por su yegua, y la respuesta fue:
- Ahí está, ciega igualita a usté.

Bibliografía:
“Cosas del corazón”
Libro inédito de José Trinidad Rojas Gómez.

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