jueves, noviembre 13, 2008

MADRE FUTBOLISTA (anécdota).


En un tiempo, recuerdo excelentes encuentros deportivos en la Colonia Nuevo Agua Buena, sobre todo de fut bol. La Liga Municipal se encontraba en su máxima expresión, el encuentro entre la Sección 86 y el equipo de los Empleados de Confianza del Ingenio despertaba no solo el morbo sino algo más.
La gente acudía siempre para apoyar a los verdes, a los muchachos locales, pero también habría que decirlo, acudía cada vez que jugaban los Empleados; para vituperarlos, para desahogarse inconscientemente de la indirecta relación obrero-jefe.
El portero del equipo rival era el jefe de relaciones industriales de la empresa; Mariano Amed Yado Núñez, personaje detestado por la porra singular que amenizaba cada fin de semana los partidos. Sin pretender minimizar la capacidad lúdica, el señor Amed en verdad era mal portero; pero pues era el jefe.

Con ese antecedente emocional entre los obreros y los empleados de confianza, la disputa era buena, divertida, emocionante; eufórica. Siempre concluía el encuentro en goleada.

Por cada gol que metían los de la Sección 86, se escuchaba de entre la porra un grito que decía: “¡Quién te enseñó a porterear, hijo de la chingada!, y la respuesta del señor portero era: ¡Tu chingada madre!

La primera ocasión que escuché aquello, no me espantó; pero si consideré un atrevimiento innecesario. Sin embargo, un amigo me comentó que era un “pleito verbal casado”, pero que de ahí no pasaba; palabras al viento.

En cierta ocasión, la escuadra de los Empleados se enfrentaba a un equipo foráneo, entonces, el papel de la porra no fue tan agresivo. De esas jugadas increíbles, el arco local se vio acechado constantemente en breves instantes, el balón pegaba en el poste, rebotaba para caer en los pies rivales y volvían a estrellar el tiro, ahora sobre la masa corporal del portero quien sin reaccionar se convertía en decoración estética de la escena, así, en que entra o no el balón, el señor Amed movía bruscamente sus brazos para distraer al contrario e intentar ganar tiempo con la maniobra; dirían los especialistas comentaristas: “le achicaba los espacios”.

Como hubiese sido, al final de la escena el portero se queda con el balón entre las manos y su acción arrancó aplausos de reconocimiento de la feroz concurrencia que solía acosarlo. Se escucharon vivas y elogios de su repentina y fortuita capacidad, pero también se volvió a escuchar aquella misma voz de siempre: “Ahora sí, dime quién te enseñó a porterear, hijo de la chingada”.

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